jueves, 23 de abril de 2009

No hables si lo que vas a decir no es más hermoso que el silencio


He tenido la oportunidad de conocer muchas personas en la vida, y lidiar con distintos tipos de personalidades, lo cual me ha permitido saber cuales son las limitaciones y excusas que usamos los seres humanos, para dar nuestra “humilde opinión” acerca del arduo trabajo realizado por los demás, culpando de ello a nuestra personalidad crítica-analítica.
A veces creemos saber quienes somos, y admitimos que tenemos una personalidad “x”, y por ende, no responderemos a nuestras acciones al momento de sucedido un problema. Si somos ese “imponente colérico”, no nos importa qué tan mal podamos hacer sentir a nuestro prójimo, simplemente nos descargamos, porque sentimos esa necesidad de hacerlo, y realmente recordamos lo bien que se sintió el habernos descargado con aquella persona. Si somos el bufón sanguíneo, no solo hacemos burla de nuestro prójimo, sino también que humillamos a esta persona a tal grado, que bajamos su autoestima irremediablemente. ¿Qué decir del “abatido melancólico”? Estas son de las personas que luego de tener una discusión con alguien, se encierran en su habitación a lamentarse hasta por el día en que nacieron, recordando los “pocos momentos felices que han vivido” y desear con todas las fuerzas de su corazón que “llegue el día en que toda esa tristeza e infelicidad desaparezcan, poniendo fin a sus días de amargura”. Pero nos queda otro, el zángano flemático. Este es el que permite que le reprochen, le echen en cara asuntos pasados, e inclusive hasta que le insulten, todo esto sin perder la calma.
Pero lo que es cien por ciento seguro para mi, es que al momento de discutir con una persona, se nos olvida que esa persona tiene sentimientos, un corazón que puede ser herido, y que independientemente a que sane,
siempre queda una cicatriz.
He notado que muchas personas al momento de pedir perdón usan las siguientes frases en su discurso: “sabes que soy así” ó “en ese momento no estaba pensando” e instantáneamente pienso: “Pero es que Dios no nos dio a todos un raciocinio y un sentido común para saber las cosas que tenemos que decir y las que tenemos que callar”. Con razón dice un dicho “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”. Es realmente fácil decirle a alguien lo que pensamos de él o ella; pero debemos preguntarnos qué estará pensando esa persona al momento de escuchar nuestra opinión, cuál era su percepción de nosotros antes de escuchar nuestra crítica, y cual es la actual.
La vida para las personas que acostumbran “decir las cosas claramente” es sencilla en muchos aspectos. Realmente tienen cierto poder sobre la mentalidad de los demás, ya que suelen infundir cierto temor, y en ocasiones les llaman “ogros” o “santurrones que no rompen ni un plato”. Arriesgan muy poco, y no saben el gran daño que sus “críticas u opiniones” pueden llegar a hacer. Estas personas prosperan, se hacen famosísimos en los grupos, en los clubes, en fin, donde hay muchas personas y todo gracias a las malas críticas y malas opiniones (chismes) que difunden, todos por cierto muy divertidos de escuchar, pero es acerca del trabajo de los demás, trabajo del cual estoy cien por ciento seguro que dichos “críticos” no ayudaron en nada. Pero la triste realidad que deberán enfrentar es, el saber que serán sus mismas críticas, opiniones, sermones, boches e insultos los que los llevarán a la soledad, pues a nadie le gusta relacionarse con aquellos que solo están para fijarse en los defectos de aquellos que tienen miles de virtudes. Pero lo peor de todo, absolutamente TODAS LAS PUERTAS, les serán cerradas, incluso la puerta de los cielos. Solo esperemos enmendarnos a tiempo, y recordar esta atinada y sabia frase: “No hables si lo que vas a decir no es más hermoso que el silencio”.

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